Aquella chica de mirada pérdida y caida, con el alma triste y acabada se encontraba desolada, sin reconocer su propio ser, aislada en su propio desierto, un desierto autoimpuesto, con los huesos agarrotados, encogidos y la piel resquebrajada, seca. Sus pies se hundían en la arena caliente, mas que arena parecia lava, hervía, aquello dolía cada día más, las úlceras por el calor tan fuerte no dejaban de aparecer en su cuerpo, y tampoco se permitían sanar. El vapor no paraba de sofocorla. Su respiración era descompuesta, agitada y trabajosa. Cada vez que inhalaba sus pulmones perdían fuerza.
Ahí va esa chica, decían todos. La chica que contaba chistes y sonreía a cada momento, la chica que al pasar saludaba cortez, aquella a la se le achicaban los ojos cuando mostraba sus dientes, la chica que no paraba de hablar sobre cualquier cosa para entrenerte. A todos les parecía gustar esa chica, parecía tan feliz ¿sabían ellos el desierto que esa chica llevaba por dentro?
Las noches eran heladas en aquel desierto, las noches eran las más difíciles de llevar, sus labios agrietados tenían gruesas costras, sus dientes chocaban sin control, ella abrazaba su delgado y anorexico cuerpo en busca de un poco de calor, de consuelo; el calor que tanto odiaba de de día no parecía tan malo después de todo. Ahora que no había una luna que la arropara y velara por ella para alumbrar el camino que no paraba de recorrer, viéndolo todo desde la fría noche, el desierto parece más lleno de día. Más lleno de algo, aunque en realidad estaba igual de vacío. Pero no hay que negar que a la chica le asustaba la noche.
No había comida en ese desierto, no había agua, no había dónde dormir, donde sentarse, donde apoyarse. Tampoco habían rocas, plantas, nubes o relámpagos. No habían animales. Sólo arena, infinita y cruel arena.
¿Cómo llegó aquella chica a ese desierto? Ella sabía muy bien cómo. Hace tiempo cuando todo estaba bien, si ahora mira atrás estaba arrepentida por su ataque que ahora se ve más que errático, tonto, sin sentido. Un ataque que la llevó a este desierto que no sabía podía existir en algún lugar. Ni si quiera en su imaginación.
Algunos días esa chica mientras estaba con sus amigos y fingía que el desierto en su interior no existía terminaba por creer fervientemente que está bien. Que ya no existe desierto alguno en ningún lugar del mundo.
Derrocha sonrisas como si estas fueran gratis y no las tuviera contadas con cuentagotas; se ríe a carcajadas de cualquier cosa. Suspira tranquila, respira sintiéndose viva. Siente su corazón palpitar y lleno de gracia. Brinca contenta de lo bien que lo está pasando y entonces cuando todo acaba y todo se llena de despedidas felices y algunas despedidas borrosas por lo consumido, todo se funde, se derrite y entra al frío desierto, en dónde, en realidad, no hay nada.
La chica sentada y casi hundida en fría arena, despeinada por el viento que sólo irritaba aún más su cara resquebrajada, pensaba en lo bien que sería marchar atrás, tratar de retroceder y hacer que nada ha pasado, que nunca pasó o se equivocó, que el desierto no existió, que el frío jamás lo sintió y que el calor tan doloroso nunca fue real.
Esta chica no recordaba como devolver sus pasos, parecia haber caminado millas en su desespero sin sentido, ella se ponía en pie y giraba su cuerpo asorada, se abrazaba con fuerza e iba contra el viento que soplaba fuerte cada que lo hacia, tratando de doblegarla, parecía dar un paso y retroceder dos, la lastimaba la fuerza del viento, casi parecia un huracán empeñado en no hacerla volver y lanzarla lejos, aún mas lejos de lo que se encontraba, pero a ella no le importaba, ella quería volver, quería regresar, quería estar en casa.
Más de una vez el viento era tan fuerte que debía parar, parecía que ganaría la batalla, a la pobre chica no le quedaba de otra que hacerse un ovillo en la fina arena. Cuanto odiaba esa arena. Su única compañera y enemiga. A veces, la chica, pensaba que era más fácil seguir caminando hacia donde iba el viento, sería un camino mucho más fácil y menos agotador e hiriente. Pero cada que seguía el viento no podía evitar sentir que el desierto se burlaba de ella porque estaba ganando y llevando la razón, se hacía aún más infinito, imposible. La absorbía llevándola al centro, aunque ella no sabía cuál era centro o si había algo allí.
Cuando eso pasaba la chica miraba atrás y tratando de burlar al viento, como tantas veces el viento hacía con ella, creaba una mueca o lo que ella conocía como sonrisa, aquel desierto también le quitó eso, aquí solo había dolor, no había felicidad; ella volvía en sus pasos a gatas, de rodillas y suplicando una y otra vez por encontrar en camino, se quemaba las rodillas y piernas que ya estaban cayosas, sus heridas dolían pero su determinación era tal que no le importaba sentir como la arena se clavaba en su piel como cuchillos. La arena eran miles de navajas afiladas que no tenían piedad alguna. El desierto no tiene piedad.
En ese desierto, la chica, había dejado partes de ella. Ni si quiera lo notaba pues ni ella misma lo sabía. La arena iba ocultando esas partes que se soltaban y separaban de ella mientras trataba, en su afán, llegar al comienzo de todo, de volver y no entrar más nunca en ese desierto. Un desierto que si no viviera en él, pues simplemente fuera ficticio. ¿Quién podría crear algo tan horrible?
Hoy la chica esta ahí, luchando, la chica ya no gatea porque sus rodillas no pueden más, hoy ella se arrastra como lo vio hacer en muchas películas de acción, dañando sus codos y brazos, rasgando su pecho con la dura arena tratando de encontrar el camino que la lleve de vuelta a Él.